Vivimos en un entorno de consumo cultural hiperacelerado, casi de usar y tirar. Lo que hoy es novedad, muy posiblemente a la semana siguiente deje de serlo; y eso en el mejor de los casos. No existe casi tiempo para la reflexión, para el debate sereno y pausado, para la introspección, para el contraste de opiniones y de posturas. Cultura express, en que lo importante es el consumo en si mismo, las cifras, el impacto inmediato. En medio de esta rapidez inhabitable y despersonalizada, cada vez se hacen más necesarios espacios en los que frenar, detenerse… pensar dos veces; meditar sobre nuestras acciones, nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Espacios de espiritualidad que nos conecten mucho mejor con nuestro entorno físico y también con nuestro entorno social, personal y humano. Espacios de conexión entre nuestro yo social y nuestro yo individual. Para dar respuesta a esta necesidad de espacios slow, las bibliotecas se sitúan como vanguardia. Y lo son en dos sentidos: vanguardia para la sociedad, pero también son vanguardia incluso para nosotros mismos, para los bibliotecarios.
Las bibliotecas tienen que poder volver a ser un oasis enmedio de este desenfreno cultural que endiosa todo lo immediato; volver a recuperar esa áurea un tanto perdida de espacios de alta cultura y conocimiento, de silencio y de concentración, de la más alta creación científica e intelectual. Y sobretodo deben volver a ser espacios de respeto y de valor hacia el trabajo pausado, de ritmo lento; hacia la máxima dedicación al trabajo de búsqueda, sin los concidionantes modernos de inmediatez y actualidad a toda costa. Las bibliotecas deben ser ese punto de anclaje y de conexión entre la dimensión única e irrepetible de todo ser humano (y de su más profundo conocimiento), y su dimensión más colectiva y comunitaria en tanto que animales sociales. Las bibliotecas deben ser capaces de irradiar belleza en su entorno, de ser generadoras e impulsoras del más absoluto pulcrum. Me gusta y me aventuro a pensar en las bibliotecas como centros neurálgicos y fuertemente conectados con el más radical personalismo, en las que se “considera al hombre como un ser relacional, esencialmente social y comunitario, un ser libre, trascendente y con un valor en sí mismo que le impide convertirse en un objeto como tal. Un ser moral, capaz de amar, de actuar en función de una actualización de sus potencias y finalmente de definirse a sí mismo considerando siempre la naturaleza que le determina.”
Y en este nuevo entorno más pausado, más calmado, y con las bibliotecas como elemento crítico y nuclear para la sociedad, es cuando éstas adquieren también un nuevo papel y un nuevo rol también para nosotros mismos, para los propios bibliotecarios. El espacio de la biblioteca se convierte entonces en un nuevo espacio para la fascinación hacia nosotros mismos, de recuperación y de toma de conciencia de nuestros valores más profundos, más esenciales. Este nuevo espacio casi sagrado en lo conceptual de la biblioteca se configura como el entorno perfecto para la recuperación de esa fascinación perdida, para volver a sentirnos un eje prioritario, central e indispensable del desarrollo cultural y humano de las personas. La fascinación debe empezar por uno mismo y por su entorno profesional y humano más cercano; y las bibliotecas como faro de fascinación hacia la cultura y el conocimiento son nuestra mejor carta de presentación para hacer que también los bibliotecarios seamos objeto de fascinación y de deseo de las más profundas necesidades culturales, y que nosotros mismos nos fascinemos por todo lo que hacemos y por todo aquello que representamos.