Los espacios bibliotecarios son, hoy en día y por méritos propios, unos de los principales espacios comunitarios (sino el principal) de las sociedades contemporáneas. Lo son tanto desde el punto de vista de la aceptación social y de la opinión pública que han conseguido, como también por el impulso que se les ha dado desde el ámbito estrictamente profesional para tal de desarrollar esta vertiente; una vertiente que supera los límites tradicionales de la biblioteconomía y que permite situarla en una óptica mucho más amplia. Esta socialización, esta democratización basada en la igualdad de acceso a los recursos de información y de conocimiento ha permitido, sin duda, incorporar nuevos perfiles de usuarios… y también nuevas formas de usar, entender e interactuar con la biblioteca.
Estas nuevas formas de uso han situado a la biblioteca en el centro de la inovación social y ciudadana, convirtiéndola en un potente agente de cambio y transformación: la biblioteca es actualmente una potente locomotora, un espacio de inclusión y de experimentación participativa; son un altavoz inmejorable para el debate dinámico de ideas y de acciones. Y que esta nueva visión de las bibliotecas (e incluso me atrevo a decir que ya podríamos incluso hablar de misión) ha añadido a las mismas una nueva variable: la gestión del ruido. En líneas generales, en las biblioteques hay mucho más ruido que hace 10, 15 o 20 años atrás. También hay más usuarios, claro. Pero en este artículo no me refiero al ruido desde su lado negativo, de exceso o de desorden ininteligible y sin sentido; no es este tipo de ruido. En las bibliotecas se gestiona un ruido social y extremadamente buen articulado. Es el espacio muchas veces de salida a la comunidad de personas, entidades y asociaciones; un espacio de representación y de interrelación de todos estos agentes, y su espacio de supervivencia. Sin duda, es un valor de suma importancia para las bibliotecas, y la mayoría de espacios y equipamientos de Cataluña está gestionando este ruido social de forma excelente, pondiendo a las biblioteques en el centro y en la vanguardia de sus respectivas comunidades.
No obstante esto, me preocupa otro elemento que va en paralelo a este ruido, y que creo que en buena medida se está perdiendo. Se trata justamente del contrario al ruido, es decir, de la gestión del silencio. Y más concretamente, de los espacios del silencio. Y no hablo en absoluto de volver a la antigua concepción de las bibliotecas como templos dictatoriales del silencio; es algo que ni desde el ámbito profesional se pretende ni tampoco se busca desde el ámbito de la opinión pública y de la gestión de los equipamientos públicos. Volver a ser templos del silencio seria la muerte inevitable de las bibliotecas. No. Hablo, no obstante, de entender e incorporar a las bibliotecas espacios de silencio individual y colectivo, de reflexión y de trabajo intelectual. Las bibliotecas tienen que ser también elementos de freno al ritmo acelerado de las sociedades contemporáneas. Tienen que poder ofrecer también espacios de meditación, espacios de trabajo intelectual y científico de primer orden, espacios dónde detenerse en silencio y espacios dónde se permita desconectar momentáneamente de una sociedad muchas veces demasiado acelerada. Una desconexión que ayude a verla y a vernos a todos juntos desde otra perspectiva (quizás desde fuera) y que nos facilite ser mucho más críticos con nosotros mismos. Si, los necesarios espacios del silencio de las bibliotecas como elemento nuclear y crítico de reflexión intelectual serena y pausada. Y este silencio, evidentemente, también tiene un fuerte componente social.
El ruido y el silencio de los que he hablado en este artículo no son en absoluto elementos contrapuestos ni contradictorios. Son, por contra, valores paralelos y complementarios; valores que la biblioteca debe velar por su establecimiento, por su respeto, por su potenciación y por su mejora. Son elementos que se necesitan mútuamente. Es imposible que haya un ruido social potente y transformador sin un trabajo previo en un entorno de silencio. Las bibliotecas deben ser, en definitiva, la garantía de que la ciudadanía pueda disfrutar y acceder libremente a estos dos valores.